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Maestro, estoy siempre muy triste y abatido, y me temo que no es estando así como se debe alabar al Señor, bendito sea. ¿Se complace Dios en la tristeza de los hombres? ¿
00:03 domingo 14 abril, 2019
Lecturas en voz altaUna vez, un hombre atribulado fue a buscar a Rabí Akiba para quejarse con él de su vida difícil y, de paso, para hacerle una pregunta que desde hacía tiempo lo traía inquieto: -Maestro, estoy siempre muy triste y abatido, y me temo que no es estando así como se debe alabar al Señor, bendito sea. ¿Se complace Dios en la tristeza de los hombres? El maestro miró fijamente a aquel hombre durante largo tiempo –sus ojos eran dos tizones encendidos- y por último respondió: -Un canto todos los días, un canto todos los días. ¿El canto es la causa o el efecto de la alegría? Quiero decir, ¿uno canta porque está alegre, o más bien hay que cantar para alegrarse? Aunque Rabí Akiba era de este último parecer, también es verdad lo primero, pues el canto es ambas cosas: causa y efecto, materia y forma, potencia y acto. Hay que desconfiar de los que nunca cantan, de los hombres demasiado serios, pero al que canta hay que darle toda nuestra confianza: los hombres contentos no matan, ni se cortan las venas. Los suicidios no se planean mientras se canta, sino cuando no se quiere ni hablar, cuando han hecho estragos sobre un sujeto el aislamiento y la depresión. Confesémoslo abiertamente: el hombre que canta es el más inofensivo de los seres: de él podrás esperarlo todo, menos que te clave una daga en el vientre o te dispare al corazón. El que canta, encanta. El que canta está encantado. ¿Es que la vida le sonríe, o es más bien él quien le sonríe a la vida? Las dos cosas: le sonríe a la vida para que ella le sonría a su vez. Un círculo virtuoso. Cantar es una fuente segura de salud, y esto lo sabían bien los antiguos. Sin ir más lejos, San Agustín aconsejaba el canto incluso a la hora de la plegaria: «El que canta, ora dos veces», solía decía. ¿Dos veces? Sí, porque el que así hace además de orar, lo que ya es bueno, ora alegremente, y la alegría es en sí misma una forma de oración. ¿Cómo se curaba el rey Saúl cuando lo asaltaba el demonio de la tristeza? Haciendo que David tocara y cantara para él. «Y cuando el espíritu malo asaltaba a Saúl –refiere el libro santo-, tomaba David el arpa y tocaba, lo cual daba a Saúl alivio y le sentaba bien, pues se retiraba de él el mal espíritu (1 Samuel 16, 23). Sí, es necesario alegrarse, ahuyentar en la medida de nuestras posibilidades el demonio de la tristeza. Como escribió el novelista judío Schalom Asch (1880-1957) en Tránsito en la noche, una de sus novelas más hermosas, «el mayor pecado que un hombre puede cometer contra Dios es el de caer en la tristeza y –que Dios no lo quiera- en la desesperación. Nos han dicho nuestros maestros que mayor pecado es pensar en el pecado que pecar. Es cierto que hay que arrepentirse y tomar la decisión de no pecar más; pero es preciso arrepentirse y olvidar todo el asunto. Porque, si se rinde uno a la melancolía, pierde la alegría de vivir, y entonces no reconoce la bondad del Eterno, no se siente agradecido por la vida que Él le dio y por las bondades de que Él le hace objeto. Le da una mala reputación al mundo, se convierte en un Job, que maldijo el día en que nació, y se enoja con Dios por haberlo creado. No, Dios quiere que aparte su tristeza y se regocije en su mundo y en su creación, que se sienta alegre con la luz del sol, con las cosas creadas y con los frutos del campo. Por eso nos ordenaron los rabinos que nos acordáramos de pronunciar una bendición cada vez que probamos una fruta o que participamos de alguna alegría. Nuestro goce de la vida es una bendición y un agradecimiento que exaltan a Él y a su obra». La tradición judía es unánime a este respecto: el exceso de lágrimas hace mal, la congoja demasiado prolongada no puede venir del Padre de las luces, sino del Maligno. Tal es el motivo por el que Baal Shem Tob (1698-1760), un maestro judío de la Europa oriental, solía aconsejar así a sus discípulos y seguidores: «¡A no llorar, a no desesperar! Por medio del canto todo se consigue; por medio de una melodía todo se eleva. Dios escucha al pastor que toca la flauta igual que al santo que renuncia a sus ataduras terrestres». Y Rabí Nachman de Breslau (1772-1810): «La tristeza produce un daño tremendo. Usa todas las artimañas que conozcas para estar contento… Encontrar la verdadera alegría es la más difícil de las tareas espirituales. Si la única manera que tienes para estar feliz es hacer algo tonto, hazlo». Pero también los maestros cristianos aconsejan combatir la tristeza y ponerse a cantar. He aquí, por ejemplo, lo que Romano Guardini (1885- 1968) escribió en una de sus famosas Cartas sobre la formación de sí mismo: «Cuando una habitación huele a cerrado abrimos las ventanas y las puertas para que entren el aire y la luz, y a continuación cogemos una escoba y nos ponemos a barrer; ¡fuera con todo ese polvo grisáceo que se ha ido acumulando, fuera, fuera! Eso mismo es lo que tienes que hacer con la recámara interior de tu alma, hasta que todo esté luminoso y bien ventilado… Una cosa más: vamos a procurar tener también una fuente de alegría en nuestra habitación. ¿Cuál podría ser? Quizá una planta, o un cuadro alegre, un paisaje que hayamos recorrido a pie alguna vez. O una canción. Cántatela a ti mismo, y verás cómo tu interior se ilumina». Bien, reconozcamos que se trata de demasiadas coincidencias como para que esto sea una mentira. Es necesario, pues, cantar, para que el demonio de la tristeza se marche y nuestra pieza interior vuelva a quedar limpia otra vez.
Por Jesús sabemos que hay unos demonios que sólo salen a fuerza de oración y de ayuno, y por Josué que hay otros que sólo se marchan a fuerza de cantos, tañidos de flauta, danzas y alegría.