Vínculo copiado
Sí, los enemigos de la religión quisieran ver vacíos los conventos y los seminarios. ¡Ah, que el Señor los perdone, pues al no saber lo que hacen, no saben lo que deshacen!
00:03 domingo 7 abril, 2019
Lecturas en voz altaHe aquí, por ejemplo, un párrafo que me ha conmovido siempre, estimado señor; permítame que se lo lea: «Eran casi las once y media de la noche y por fin pude entrar a la habitación de Marie; todo había terminado ya, ella yacía en la cama muy pálida, llorando; una monja junto a ella rezaba el rosario. La monja siguió rezando tranquilamente, mientras tenía la mano de Marie entre las mías». Me pregunta usted qué es lo que en esta escena me conmueve tanto, si casi no hay nada de interesante en ella. Ahora se lo diré. ¡Oh, pero me tome usted por un simple, se lo ruego, estimado señor! Lo que me conmueve no es la escena romántica que ahí aparece –las manos entrelazadas y todo eso-, sino la que está detrás y como entre bambalinas: me refiero a la presencia de aquella monja rezando su rosario. ¡Pero qué tonto soy! Ni siquiera le enseñado la cubierta del libro para que vea usted de qué obra se trata. Se trata de Opiniones de un payaso de Heinrich Böll, el novelista alemán que obtuvo en 1972 el premio Nobel de literatura. Como le decía, cada vez que puedo leo este pasaje. Pero para que lo comprenda mejor lo pondré al tanto de las cosas. Marie, la mujer que aparece en una cama de hospital, acaba de sufrir un aborto involuntario; el feto simplemente se le vino, como suele decirse en estos casos, y ahora ella está sufriendo la pena de no poder ser madre. Sin embargo, al lado de ella hay otra mujer, una religiosa que, calladamente, reza. ¿Quién haría esto por usted o por mí, estimado señor? ¿Lo haría uno de su familia? No digo rezar el rosario junto a la cama, sino simplemente estar ahí, a un lado suyo durante tardes enteras porque usted está enfermo y necesita a alguien a su lado. ¿Lo haría alguien de su familia? Sea sincero. Y, sin embargo, aquella monja estaba ahí. Acaso ni siquiera conocía a Marie, pero estaba ahí. Tal vez, incluso, era una anciana cascarrabias, pero estaba ahí, a un lado de la cama, hablándole a la Virgen en voz baja y haciendo compañía a una mujer desesperada. Ahora permítame leerle otra página memorable, al menos para mí. Esta vez la he sacado de una novela de Antonio Gala titulada Las afueras de Dios. Escuche usted:
«Los ruidos de la noche de guardia arreciaban en mitad del calor, inevitable y envolvente como una manta gruesa. Sor Nazaret sabía que muchos de los viejos fingían dormir, pero estaban alerta examinándose. Para ellos lo que más importa, su mundo entero, es el dolor de su pierna o de su espalda, sus taquicardias y sus palpitaciones, el escucharse el ritmo de la respiración o la creciente torpeza de su paso… Los queridos viejos, Dios te salve, María, débiles y maniáticos como niños. ¿Cómo acusarlos de que lo defiendan, con uñas quebradizas y dientes depauperados, si aquel hilo de vida es lo que los sostiene? ¿Quién no va a entender que hablen mal de los jóvenes de hoy? Dios te salve, María... Ellos son quienes hicieron la guerra, ellos quienes se sacrificaron. Los chicos ahora lo tienen todo y están, a pesar de eso, llenos de miedo al porvenir. Más que los propios viejos, a los que corresponde un porvenir tan corto. ¿Y por ser corto le tendrán menos miedo? No; para ellos lo que les queda es toda su vida. Consideran, sí, que los jóvenes son más altos, pero también más blandos... Y aquí están ellos, los héroes, en este asilo, por culpa de sus hijos. O de sus nueras, porque alguno hay que opina que, si hubiese tenido hijas, no estaría aquí... Esta proximidad de la muerte, entre el calor, detrás de la ventana, llamando con mano helada en los cristales... »¿Es natural la muerte, que dura tanto, o la vida que dura tan poco, sobre todo la de quienes tocan, como estos viejos, la meta de llegada? ¿Es la muerte el estado normal, contra el que la vida sobreviene y lucha, o lo normal es la vida, que sufre el asalto exterior o artificial de la muerte? ¿Quién fue primero? ¿Qué lo advenedizo: la gallina o el huevo? ¿Quién resiste a la otra? O acaso todo es uno y lo mismo, y somos vida y muerte a la vez. Porque la vida está llena de muertes, pero también la muerte está llena de vida, y es aquélla la que más nos impulsa a vivir, a seguir vivos. Dios te salve, María…». ¡Ah, qué belleza! Pues bien, sí, se trata de otra monja que reza el rosario mientras vela el sueño de los ancianos de un asilo. ¿Lo ve usted? Ellas están ahí. El mundo no lo sabe, el mundo las ignora, pero ellas están ahí, en su puesto, por amor a Dios y a esos viejos que sólo piensan en sí mismos.
Hoy se nos quiere hacer creer, estimado señor, que estas mujeres no sirven para nada porque no producen bienes de consumo y sólo rezan el rosario. ¡Pero vea usted dónde lo rezan y en qué circunstancias! Le pregunto: ¿haría esto por usted uno de su familia? ¡Si por eso están esos ancianos en el asilo: porque ninguno de los suyos quiso hacerse cargo de ellos! Por último, permítame leerle lo que uno de los primeros biógrafos de San Camilo de Lellis -un santo del siglo XVI del que seguramente usted no ha oído hablar- escribió sobre él. ¡Es un párrafo maravilloso, se lo aseguro! Según este biógrafo, una vez vieron al santo «arrodillado junto a un pobre enfermo que tenía tan perniciosos y apestoso cáncer en la boca que no se podía tolerar tanto hedor; con todo y eso, Camilo, que estaba a su lado aliento contra aliento, le iba diciendo palabras de tanto afecto que parecía que hubiese enloquecido por amor suyo, llamándole especialmente: “Señor mío, alma mía, ¿qué puedo hacer en servicio vuestro?”, pensando que él era su amado Señor Jesucristo». Cuando leí por primera vez este pasaje, y se lo confieso sin rubor, señor, me puse a llorar como un niño. ¡Y ahora resulta que vienen esos enemigos de la fe y nos dicen que la Iglesia con sus monjitas y sus religiosos y sus sacerdotes deben desaparecer cuanto antes del horizonte! Pero, cuando desaparezcan, ¿quién hará, señor, lo que ellos hacían? Sí, los enemigos de la religión quisieran ver vacíos los conventos y los seminarios. ¡Ah, que el Señor los perdone, pues al no saber lo que hacen, no saben lo que deshacen!