Vínculo copiado
Se llamaba Andréia y aunque era brasileña de nacimiento tenía todo el porte marcial de la
00:03 domingo 4 junio, 2023
ColaboradoresSe llamaba Andréia y aunque era brasileña de nacimiento tenía todo el porte marcial de la congregación religiosa a la que pertenecía: una congregación alemana, para decirlo ya. Usaba unas faldas larguísimas de color azul marino y se tocaba la cabeza con una cofia cuadrada que parecía de enfermera (pero enfermera de alguna penitenciaría, de alguna cárcel de alta seguridad, me decía yo). Me llamaba la atención su severidad exterior y la manera en que, más que caminar, marchaba por las calles de la vida en general y de los pasillos de la Universidad en particular Cuando todos explotábamos de risa por alguna cosa chistosa que hubiera contado alguien, ella se nos quedaba mirando en actitud extrañada y como preguntándonos: «¿Se puede saber de qué se ríen? ¿Es que hemos venido a este mundo a reír?». Lo más que se permitía, y eso en ocasiones muy contadas, era una sonrisa tímida que pronto se encargaba de apagar como una luz inútil que, a mediodía, no tenía ya por qué estar encendida. Los compañeros de clase –jóvenes italianos a quienes vivir les parecía sensacional o, por lo menos, una buena idea- apenas la veían a lo lejos, echaban a correr despavoridos; y, lo que es peor, ella lo notaba, aunque no parecía entristecerse gran cosa por ello: con su actitud parecía decirnos que con el puro amor divino le bastaba y le sobraba para arreglárselas con dignidad en este valle de lágrimas. ¿Afectos humanos? No, gracias. Cuando formábamos grupos para realizar algún trabajo en común, nadie quería incluirla en el suyo, a menos que nos viéramos en el deber de traducir algún texto en alemán, lengua que ella hablaba acaso con mayor soltura que el portugués, su lengua madre. ¿Por qué hablaba tan bien el alemán?, nos preguntábamos todos llenos de asombro. Y aventurábamos hipótesis. La que llegó a imponerse, tras medio centenar de acaloradas discusiones, fue ésta: el portugués, idioma nostálgico y soñoliento, poco favor le hacía a esa mujer nacida para mandar; el alemán, en cambio, le realzaba tanto la figura, le sentaba tan bien que hubiera sido un pecado para ella no saberlo. Una vez, un grupo de muchachos, al ver que Andréia venía hacia ellos, huyeron como si hubiesen visto al diablo, y entonces me le acerqué para hacerle plática y aturdirla, de modo que no notara el desaire que acababan de hacerle los compañeros. Sin embargo, ¡oh desgracia!, aquel día andaba yo tan resfriado que casi temblaba de fiebre. ¡Me sentía tan mal! Así pues, entre un estornudo y otro me puse a decirle algo a Andréia, lo que fuera. -¿Qué trabajo encargó el profesor Gevaert la clase pasada?, le pregunté. Yo me sentía muy orgulloso de ser alumno de Joseph Gevaert, autor de un libro titulado El problema del hombre, una antropología filosófica que había leído en mis tiempos de seminario y cuya lectura me había convertido –por decirlo así- a la vida intelectual. ¿Cómo era que aquel autor, a quien yo había admirado cuando tenía veinte años, era ahora mi maestro? ¡No cabía en mí de la emoción! -¡Cómo! –me regañó Andréia-. ¿No sabes lo que encargó el profesor Gevaert la clase pasada? ¡Pues deberías saberlo! Tú y los demás vienen a clase, sí, pero su cabeza está siempre en otra parte. -¿En otra parte? –protesté, indignado-. ¡Pero si no hay clase que me guste más que ésta! -Si así fuera –me respondió ella-, pondrías en ella más atención. Como el Chavo del Ocho, yo quería irme inmediatamente a mi barril a llorar de pena. Pero eso no fue todo, porque además me dijo: -No deberías andar in giro contagiándole tu gripe a las personas. Eso no está bien. Y, además, cuando hables, tápate la boca para que no andes soltando virus a diestro y siniestro. Ahora sí que me sentí morir. «¡Qué mujer más antipática!», pensé. Ya comprendía por qué todos la evitaban. No obstante, venciéndome a mí mismo y como disculpándome, proseguí: -¡Ay, ay, ay, me duele todo! Mírame cómo estoy, tócame la frente para que te des cuenta… Pero no me dejó terminar, porque enseguida me dijo: -¿Qué te toque la frente? ¿Estás loco? ¡Que te toque tu abuela! –Bueno, eso de la abuela no me lo dijo porque ésta no es una expresión italiana, aunque sí recuerdo haber oído algo equivalente a eso. Yo esperaba provocar su simpatía, su conmiseración, extirparle una sonrisa como extirpa el dentista a su paciente una muela sin remedio, pero no hubo nada de eso; en cambio, prosiguió: -Además, eres sacerdote. No deberías sentirte así. Me entraron entonces unas ganas enormes de defender mi derecho al resfrío y a andar in giro contagiándole la gripe a las personas. Opté, en cambio, por la solución menos furibunda y más amable de todas: la de marcharme. Los otros tenía razón: con aquella mujer no había remedio. Al día siguiente, consciente de que entendería poco (¡pues ya nada más faltaba que esta mujer también supiera español!) le dejé sobre su pupitre una tarjeta de cartulina en la que había escrito con grandes caracteres lo siguiente: «El espíritu de mortificación y de rigor es muy bueno que lo tenga cada uno para sí, mas para su hermano siempre ha de tener un espíritu de amor y suavidad» (P. Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección I, 4, X). No sé si leería ella alguna vez este mensaje, o si aún conserve entre las páginas de uno de sus libros mi tarjeta de cartulina. Pero no: no crea el lector que haciendo esto cometí una injusticia, pues también, y por si las dudas, hice una tarjeta para mí: no fuera a suceder que me olvidara de estas palabras y cayera en el mismo vicio que condenaba en ella. Sí, es bueno que seamos duros para con nosotros mismos, pero no hay ninguna excusa –de veras, ninguna- para serlo con los demás.