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¿Si el teatro o la música no interpelan a la sociedad, son sólo divertimento burgués? ¿El arte deja de serlo cuando no es transgresor?
00:10 jueves 25 diciembre, 2025
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Honraré el espíritu de las fiestas anticipando el recalentado. Ya tocará mañana el del pavo, el bacalao y los romeros; hoy me abocaré al de la entrega de esta columna publicada el 16 de julio pasado, dedicada al montaje londinense del musical Evita en que el director Jamie Lloyd decidiera escenificar el momento climático de la obra –la interpretación de la archifamosa “Don’t Cry for Me, Argentina”– “no en un balcón de la Casa Rosada practicado en cartón piedra y enmarcado por el proscenio sino en la muy señorial terraza que abre la fachada del teatro a Argyll Street”.
Esa decisión habría de redundar en que el pueblo llano objeto del discurso demagógico de Eva Perón adquiriera corporeidad: la de “los transeúntes londinenses, seducidos por un gesto teatral y pródigo que invierte el orden habitual de las cosas: para las masas el privilegio de ver gratis todas las noches a una estrella de Hollywood; para la elite –los que pagan hasta 350 libras por boleto– el placer menor y vicario de una transmisión por circuito cerrado”. Si hubo genialidad en ese coup de théâtre que no presencié –y ni falta que hizo: lo poderoso es la provocación social del gesto y el pánico moral de su recepción– es por la forma en que cuestiona la relevancia sociocultural del teatro a partir de su estatuto de mercancía: ¿qué tan subversivo puede ser un divertimento burgués?
Seis meses después, Bad Bunny –cuya música me entusiasma poco pero cuyo discurso artístico me parece políticamente poderoso y altamente pertinente– viene a México y potencia el alcance y la relevancia de aquella provocación con una aún más conspicua. Y es que la Casita de Benito resulta más polémica que el Balcón de Evita ya sólo en virtud de las raíces orondamente populares del artista, de lo que ha terminado por encarnar en el imaginario popular –la resistencia al chauvinismo MAGA– y de lo divisivo que resulta a partir de coordenadas no exentas de clasismo y conservadurismo.
Si todo masivo tiene su área VIP, Bad Bunny ambientará el suyo en una réplica de la casita boricua de clase media baja que, en los videos que acompañan su álbum Debí tirar más fotos, se ve amenazada por el colonialismo político y la desmemoria cultural. Que la chef global, la modelo internacional, la nieta del industrial y la estrella de cine casada con multimillonario se maten por estar ahí evidencia el poder transgresor del Conejo Malo. Más relevante aún será su emplazamiento no entre “los boletos caros” sino en el enclave más o menos clasemediero de la platea. Robin Hood semiológico, Bad Bunny subvierte los estratos sociales, nos recuerda que el teatro –porque eso es lo que hace– es no una mercancía de lujo sino un dispositivo para interpelar a la sociedad.
Ya nomás por detonar esa reflexión, bien habido será el dineral que gana.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG y Threads: @nicolasalvaradolector