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A veces, prescindir del automóvil también comunica refinamiento y conciencia social y, al mismo tiempo, da pie a pasarelas subterráneas
00:01 jueves 18 diciembre, 2025
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La bufanda gris de cashmere anudada con mezcla de primor y descuido, el abrigo de lana Príncipe de Gales en cuya textura se detiene la cámara con lánguida sensualidad buscan transmitir que Brandon (Michael Fassbender), el protagonista de Shame, es próspero y sofisticado. En esa misma secuencia lo veremos seducir y ser seducido por una desconocida, y nos quedará claro que podrá ser erotómano pero no delincuente. No podría encontrar el director Steve McQueen mejor entorno para transmitirlo que el metro.
Brandon es uno de los tantos personajes estilosos que el cine nos ha mostrado como usuarios cotidianos del transporte público. Algunos son de clase trabajadora, como el John Travolta en Fiebre del sábado por la noche que ahorra para comprarse el traje blanco y la camisa negra más icónicos de la historia. Pero otros –Jean-Paul Belmondo en Sin aliento, Cary Grant en Charada, Alain Delon en Le Samourai– usan el metro porque es lo que hace la gente–ricos y pobres, dandys o no– para transportarse en una gran ciudad (es decir en una dotada de la indispensable infraestructura urbana y el mínimo talante cívico).
En su novela La hoguera de las vanidades, Tom Wolfe se sirve del uso (o no) del metro como metáfora de mal gusto y extravío moral: su antihéroe, el especulador financiero Sherman McCoy, prefiere contribuir al caos vial neoyorquino trasladándose en taxi (“Suponía un viaje de diez dólares cada mañana pero ¿qué tanto era eso para un Amo del Universo?”); no así su padre, abogado respetable y genuinamente refinado. (“Incluso ahora, a los 71 años, cuando emprendía su diaria excursión a Dunning Sponget para respirar el mismo aire que sus colegas abogados durante tres o cuatro horas, iba en metro. Era cuestión de principios.”)
Fue en el metro de Londres donde vi hace años a un hombre con un traje tan bien cortado que terminé por dedicarle un texto publicado en la revista Life & Style; fue en el de Nueva York donde el invierno pasado, al verme rodeado de mujeres guapas de todas las edades enfundadas en abrigos de pieles vintage, le di un codazo a mi esposa, animándola a desempolvar el mink de la abuela. En las capitales culturales, el metro es una pasarela. Y no lo digo yo: lo dice Scott Schuman –mejor conocido como The Sartorialist–, fotógrafo padre del street style que ha hecho del transporte público su locación recurrente.
El trolleo al creador de contenido sartorial Guillermo Herrera por grabarse en el transporte público no sólo evidencia un clasismo que equipara estilo con riqueza sino, acaso peor, acusa que vivimos en un país cochista que no comprende que las sociedades verdaderamente refinadas –piénsese en la japonesa– han dejado atrás el automóvil como solución de movilidad.
Guillermo no es estiloso pese a carecer de coche; lo es, en parte, por no usarlo.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG y Threads: @nicolasalvaradolector