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Miguel Ángel era oriundo de Mexquitic de Carmona
00:34 viernes 3 octubre, 2025
Colaboradores"En todo el cuento nunca llegan a entender que el problema es el puto sistema capitalista": El Narrador de *De cómo Guadalupe bajó a La Montaña y todo lo demás*, del escritor potosino Ignacio Betancourt.
* Miguel Ángel era oriundo de Mexquitic de Carmona. Para quienes no crecieron en el estado del perrito, a unos 25 kilómetros de la capital potosina —19, si vives en el octavo barrio del Saucito—.
Hombre trabajador, como millones de mexicanos, deseaba un mejor futuro para él y su familia porque, a diferencia de los protagonistas del cuento cumbre de Nacho Betancourt, se dio cuenta que el problema no era en sí el capitalismo, sino el sistema de un país que no le podía ofrecer más.
De ahí en adelante, y hasta antes de su injusto deceso, sería para muchos un padre en camino de ser el héroe que le daría a su familia otro trampolín de despegue; para otros, un pecador irreversible que cargaba con aquello con lo que Donald Trump no puede lidiar: ser migrante.
Su muerte es, a todas luces, el reflejo de la injusticia, la discriminación y el símbolo más gris del sueño americano actualmente. Si bien su deceso —aparentemente— se dio tras el ataque de un tirador fuera de las instalaciones de ICE, no deja de ensombrecer aún más el clima que los migrantes sufren en los Estados Unidos.
La historia de Miguel no es un caso aislado. Antes del éxito o la tragedia, está el camino. Un verdadero infierno. El mismo que me narró Perla, una potosina a quien tenía años de no ver, desde que se fue, al igual que Miguel, a perseguir el sueño americano.
“Un día me salí de mi casa y los coyotes nos llevaron a un rancho allá por Peñasco. Ahí nos hicieron comprar víveres, agua, enlatados, suero y pastillas para el dolor. Después de ocho horas, ya de noche, salimos rumbo a Laredo”, me cuenta —con una claridad que estremece—.
"El viaje parecía tranquilo hasta que nos paró la maña. La cuota: 5 mil pesos por persona. Éramos como 50. Si no pagabas, te bajaban, te golpeaban y te dejaban ahí. Más adelante otros hombres —como si fueran agentes— nos pidieron 600 pesos más, y todavía otro guía, en el monte, nos exigió 200.
Dos personas no aguantaron y se quedaron tiradas en el camino. El coyote dijo que llamaría a alguien para rescatarlos, pero yo nunca lo vi hablar por teléfono. Ahí los dejamos, en el monte, como si nada.
Dormimos en el suelo, sin luces ni ruido, escondidos de los drones que zumbaban sobre nosotros. Cuando migración nos sorprendió, los coyotes corrieron y nos dejaron a la deriva. Me quedé horas escondida, sin moverme, convencida de que ahí iba a morir.
En el cruce vino lo peor: brincar cercas con espinas, correr espinada por nopaleras, beber agua de charcos con lodo porque no quedaba nada más. Hasta de donde estaban las vacas tomamos agua. Ya ni fuerzas tenía; pensé que me iba a quedar ahí, tirada, como los otros. Nunca vi a nadie parar al baño, casi todos eran hombres. Yo, pues me orinaba caminando. Así.
Al tercer día nos subieron a una camioneta. Migración nos persiguió más de una hora, atravesamos rancherías, casi caímos a un lago. No sé por qué sigo viva.
En una gasolinera nos bajaron como mercancía: una persona pagó por nosotros y nos entregaron. Sin celulares, sin nada, solo con la certeza de que la vida ya no nos pertenecía.
La libramos. Llegamos a San Antonio.
¿Yo? Sí volvería a Estados Unidos. Me ganó el tema de mis hijos, que nunca me quisieron seguir. Pero yo sí me di el lujo de andar por ella. Si me hubiera llevado al menos a Guadalupe, te juro que me quedo allá, con mi niña.”
Así el recuerdo de una persona de coraje. Quien, dejando a sus hijos en San Luis, persiguió y logró por algunos años cambiar un poco el rumbo de su vida. Sola le sufrió, le batalló y puso al límite su fuerza de supervivencia. Hizo una casa en San Luis. Allá por la zona norte.
Un reflejo del miedo que viven los migrantes, acentuado hoy por la política migratoria. Pero si algo debe quedarnos claro es que los casos de Perla y Miguel, así como el de todos los que van y buscan un mejor futuro, tienen una valía brutal que supera inmensamente las voluntades de cualquier Donald Trump.
Esto también debe darnos a entender que no se trata de una batalla entre identidades o naciones. México y Estados Unidos están condenados a coexistir y eso —más allá de cualquier político— muchos lo verán como un abanico de oportunidades. Y eso está bien. Nos cuenta una residente de Arizona, vecina de un familiar: “Los migrantes no vienen a quitar nada, vienen a sostener lo que este país ya no quiere hacer: cosechar, limpiar y cuidar. Lo menos que podemos hacer es defender su dignidad.”
Lo que sí debemos cuestionar es el trato inhumano a nuestros connacionales, levantar la voz por aquellos que deben recorrer ese infierno en silencio y olvidarnos de aquel pensamiento que demerita su esfuerzo. Si no lo compartimos, quizá lo mejor sea no juzgarlo. Persiguen una causa para la que en sus países —en este caso México— no encontraron respuestas. Se arriesgan a la pérdida de todo, la identidad incluida.
Dice Julián, otro potosino que hoy tiene un negocio de cervecería, migrante por muchos años en California: “El miedo no es solo a la migra, es a perder el trabajo de un día para otro. Si el patrón se entera que preguntas por tus derechos, simplemente te despide. Y luego, ¿quién le envía dinero a mi familia? Ese miedo nunca se va, ni aunque tengas años allá.”
La mirada, pues, debe dirigirse a valorar el esfuerzo del migrante, no alimentar discursos de odio o divisorios, sino exigir más y mejores respuestas a nosotros mismos y a quienes elegimos para que dirijan el tablero socio-político.
“Pedro, Lupe, Beto y Sofía... yo los conozco por nombre. Son mis vecinos, no mis ‘ilegales’. Sin ellos, mi barrio estaría vacío. Lo que les pase a ellos también nos pasa a nosotros”, cuenta un vecino estadounidense en Chicago, quien, como todos, hoy no encuentra nada más humano que condenar la muerte de Miguel.