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En nombre de la inclusión y de los “sujetos de derechos”, el aula se ha convertido en un espacio donde la autoridad docente se difumina
00:10 sábado 8 noviembre, 2025
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Cada vez que un profesor cruza la puerta de su aula, se enfrenta a una realidad que parece más extraña que educativa. La escuela mexicana —esa institución que alguna vez simbolizó el ascenso social, el esfuerzo, la superación— hoy parece desdibujada entre políticas erráticas, discursos ideológicos y una burocracia que consume más tiempo que el acto mismo de enseñar. Lo que estamos viviendo es una forma de extrañeza: la escuela dejó de parecerse a sí misma. En nombre de la inclusión y de los “sujetos de derechos”, el aula se ha convertido en un espacio donde la autoridad docente se difumina. La figura del maestro, antes referente moral y académico, hoy es observada con sospecha. Cualquier corrección puede ser interpretada como agresión; cualquier límite, como discriminación. La consecuencia es una escuela en la que los profesores temen ejercer su liderazgo, y los estudiantes crecen sin la experiencia de convivir con normas, responsabilidades o consecuencias. Se ha confundido el respeto con permisividad, y la educación con complacencia. Las políticas de “cero reprobación” son el ejemplo más evidente de este despropósito. Bajo el argumento de que reprobar perpetúa desigualdades, se ha institucionalizado el autoengaño: se promueve a alumnos que no dominan la lectura, la escritura o el razonamiento lógico, y se celebra como éxito lo que en realidad es fracaso encubierto. El resultado es perverso: generaciones enteras que avanzan de grado sin avanzar en conocimiento. No se trata de culpar a los maestros, sino de reconocer que el sistema les exige cumplir con indicadores de cobertura, no con metas de aprendizaje. La escuela se ha convertido en una fábrica de certificados, no de saberes. A ello se suma la búsqueda desesperada de alumnos para llenar las aulas. En varios estados, las autoridades educativas recorren comunidades para convencer a niños y jóvenes de asistir, no por vocación pedagógica, sino para mantener estadísticas y justificar presupuestos. La escuela se ha transformado en una especie de guardería ampliada, donde el objetivo principal es tener cuerpos presentes, no mentes activas. La asistencia se volvió el indicador supremo, desplazando la calidad del aprendizaje. No importa si el estudiante lee, comprende o razona: lo importante es que esté ahí, sentado, como cifra de éxito institucional. Mientras tanto, los docentes enfrentan una paradoja: se les pide innovar, motivar, diseñar estrategias activas, pero se les ahoga en una carga administrativa descomunal. Formatos, reportes, diagnósticos, planeaciones, registros, informes de tutoría, evidencias y más evidencias. La burocracia educativa ha logrado lo que ni el desinterés ni la falta de recursos habían conseguido: despojar al maestro del tiempo para enseñar. En lugar de preparar clases, los docentes llenan hojas de cálculo; en lugar de acompañar a sus alumnos, reportan indicadores a supervisores. La escuela mexicana atraviesa una crisis de sentido. Ya no es un espacio para aprender, sino un terreno donde se disputan narrativas ideológicas. En nombre de la igualdad, se iguala hacia abajo: se eliminan exámenes, se relativizan los estándares, se cuestiona la excelencia como si fuera un privilegio. Se nos dice que todos deben avanzar al mismo ritmo, aunque eso implique frenar a quienes podrían ir más lejos. La escuela, en su afán de ser justa, ha dejado de ser exigente. Y sin exigencia, no hay aprendizaje. La educación pública se ha convertido en un campo de batalla simbólico. Cada sexenio reconfigura los libros de texto, las metodologías, los modelos de evaluación, pero no toca el problema estructural: la falta de propósito. ¿Para qué sirve hoy la escuela? Si es un refugio social, una guardería, un espacio de contención o un escenario de propaganda, lo educativo queda relegado a segundo plano. Lo urgente se come lo importante. Y, sin embargo, aún hay esperanza. En medio de esta confusión, miles de docentes en San Luis Potosí y en todo el país resisten. Enseñan con lo que tienen, inventan, adaptan, sostienen el sentido de la escuela pese a las políticas que los ignoran. Pero su esfuerzo no puede seguir aislado. Es momento de recuperar el significado original de la educación: formar seres humanos capaces de pensar, sentir y actuar con autonomía. Para ello, se requieren tres compromisos urgentes. Primero, redefinir la autoridad del docente, devolviéndole legitimidad institucional y respaldo jurídico frente a decisiones pedagógicas y disciplinarias. Segundo, evaluar con rigor, no con miedo, y hacer de la evaluación una herramienta de mejora, no de exclusión. Y tercero, liberar al maestro de la trampa administrativa, para que vuelva a ser maestro y no burócrata. La extrañeza de la escuela no es irreversible. Podemos devolverle su sentido si dejamos de ideologizarla, de administrarla como oficina y de tratarla como refugio social. La escuela no debe cuidar niños: debe educar ciudadanos. Solo así podremos dejar de extrañarla, y volver a reconocer en ella el espacio donde la curiosidad, el conocimiento y el esfuerzo siguen siendo la ruta más digna para construir futuro. *Profesor | Activista por el #DerechoAprender en SLP Director Ejecutivo en Horizontes de Aprendizaje AC Twitter: @FhernandOziel Facebook: @haprendizaje