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El siguiente monólogo pudo haber tenido lugar alguna vez, aunque lo más seguro es que no
00:03 domingo 5 noviembre, 2023
Lecturas en voz altaEl siguiente monólogo pudo haber tenido lugar alguna vez, aunque lo más seguro es que no. En realidad, se trata de un divertimento, de un pasatiempo verbal como los que solía escribir Karel Capek (1890- 1938), el escritor checo, y que luego reunió en un bellísimo libro titulado Apócrifos. Sí, es preciso advertirlo para no herir inútilmente sensibilidades demasiado escrupulosas: el siguiente es un monólogo apócrifo, y si me atrevo a publicarlo es porque, tal vez, de algo podrá servir. Después de todo, no hay escrito tan malo que no contenga algo bueno. Y si por lo menos un alma, después de leerlo, descubre que en su vida familiar ha faltado la fiesta, la sana alegría y el contento, mejor que mejor. Con eso me daría por bien servido.
* * *
¿Por qué se ha marchado mi hijo? ¿Es que la casa se le había vuelto asfixiante, inhóspita? Yo notaba su desencanto, su aburrimiento, pero nunca dije nada. Siempre me mostré silencioso, y ahora él se ha marchado y no sé si volverá.
Cuando, estando los tres a la mesa, su hermano mayor empezaba a hablar, él se callaba. ¿Es que en el fondo de sí mismo sentía por él eso que a falta de otra palabra podría llamarse odio? Me pregunto esto porque, si bien el amor es palabrero y locuaz, el rencor, el rencor verdadero, es casi siempre mudo. De una cosa estoy seguro: la virtud de su hermano le parecía agobiante, inhumana.
Los días en que íbamos juntos a la viña y él se ponía a silbar viejas melodías populares, el mayor lo miraba con esa mirada glacial que le conozco tan bien, y que es, para decirlo ya, la mirada de la amargura. Y, lo que es peor, yo me ponía del lado de éste, diciendo a mi pequeño:
-Tu hermano tiene razón. No es éste momento de silbar. La cosecha no será este año tan buena como la anterior. Las cosas van de mal en peor.
Y cuando danzaba, como hacía David delante del Arca de la Alianza, poseído por una extraña alegría, su hermano lo censuraba acusándolo de ligero y superficial. Y yo me ponía, invariablemente, del lado del mayor.
Pero una tarde el pequeño se acercó a mí –yo podaba entonces las hojas de una vid moribunda- y me dijo:
-Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.
La pregunta rebotó en mis oídos como una piedra en el fondo de un pozo seco. Di la espalda a la vid, cuyas hojas secas crujieron bajo mis pies, y miré fijamente los ojos de mi hijo. Eran unos ojos bellos, como dos nueces maduras.
-Dame la parte de la herencia que me corresponde –insistió. El tono en que me hablaba era implorante: se adivinaba más allá de las palabras un cierto tono de súplica. ¿O escuché mal y su voz era más bien drástica e inflexible? Mi memoria vacila. ¿Ordenaba más que pedía? ¿Imploraba más que exigía? No podría decirlo.
Le pedí dos días para hacer cuentas, afinar números y poner las cosas en orden, pese a que nada me obligaba a ello. En Israel, los hijos sólo podían heredar hasta que el padre moría; pero si éste, por alguna razón, decidía repartir en vida sus bienes, como quiera que sea se reservaba el usufructo vitalicio, no fuera a suceder que los herederos, viéndose en posesión de todo, echaran de su casa al viejo a patadas. Además, la Ley era a este respecto bastante clara: el heredero por derecho propio era siempre el primogénito, es decir, el hijo mayor, pues así lo estipula el libro del Deuteronomio (21,17) con palabras que no dejan lugar a dudas: «Al primogénito le dará (el padre) una parte doble de todo lo que posee; porque este hijo, primicia de su vigor, tiene derecho de primogenitura».
Al pequeño le tocaba, en todo caso, la tercera parte de mis bienes, y aunque aún no podía aún disponer de ellos, sino hasta después de mi muerte, le di lo que me pedía, aunque para eso tuviera que vender de prisa –como de hecho lo hice- algunas cosas.
Él tomo el dinero sin contarlo y se marchó. Acodado en el alféizar de la ventana, lo vi perderse en la lejanía. ¡Mi hijo menor, mi hijo querido!…
¿Qué le hizo tomar una decisión de tal calibre? ¿Qué en nuestra casa se le había vuelto aburrido, tedioso, insoportable? ¿Ese tono de severidad que flotaba en el ambiente como un olor malsano?
Ahora que pienso en ello, nunca en esta casa se ha celebrado un cumpleaños; nunca los amigos de mis hijos han comido y bebido en nuestra mesa. Todo ha sido trabajar, sudar y levantarse temprano. ¿Es que la fiesta, el regocijo y la alegría que aquí le faltaron los ha ido a buscar a otra parte, en otra ciudad, bajo otros cielos?
Una vez, mi hijo mayor me pidió un cabrito para comérselo con sus amigos, y yo se lo concedí sin pensarlo dos veces, aunque luego se arrepintió y me dijo:
-Mejor no, padre. Mañana hay que madrugar y es preciso acostarse temprano.
¿Será que nos ha faltado la fiesta, será que nos ha faltado el gozo y la alegría? ¡Si eso fue lo que faltó a mi hijo, seguro que ha ido a buscarlo quién sabe en qué besos, en qué abrazos!
Entre nosotros es costumbre que cuando un hijo se va, el padre, al estilo de los patriarcas orientales, lo desconoce y no quiere saber nada de él. A partir de entonces ya no es más hijo suyo. Pero bien sabe Dios que yo no soy un patriarca, ni un mandarín, ni un rey, sino solamente un padre, un hombre de carne y hueso.
¡Ah, si él volviera! Los maestros nos han enseñado que a un anciano no le sienta bien caminar con pasos rápidos. Éste debe caminar con dignidad y parsimonia, como un prócer. Pero si yo viera a mi hijo a lo lejos, no sólo caminaría con pasos rápidos, sino que incluso correría para abrazarlo y cubrirlo de besos. ¿Qué me importa a mí la compostura y la dignidad?
Hoy hace dos semanas que se marchó, y todos los días, a la hora del crepúsculo, salgo de mi casa a otear el horizonte. ¿Volverá? ¡Vuelve, hijo mío, y todo volverá a comenzar! Y todo será nuevo, de nuevo.