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La literatura enseña que lo que se reprime sin enfrentar termina desbordándose
00:10 viernes 7 noviembre, 2025
Colaboradores
El ambiente sociopolítico de México parece —hoy más que nunca— escrito por la pluma de Stevenson. No porque busquemos villanos, sino porque la realidad nos obliga a reconocer esa dualidad humana que él retrató con inquietante precisión. “El hombre no es uno, sino dos”, escribió alguna vez. También los gobiernos, también los países. Esta no es una columna para repartir culpas; es una invitación a asumir responsabilidades. México vive, seguramente, uno de los momentos más inestables y grises del año. Entre bloqueos carreteros, exigencias de justicia aquí y allá, y una ciudadanía que ya no encuentra consuelo en los discursos oficiales, la violencia persiste como ese lastre que atraviesa administraciones sin distinción de color. Todos parecen tener el discurso, pero la solución sigue sin aparecer. Escuchamos, una y otra vez, el mensaje humanista. Sin embargo, la realidad muestra otra cara: la violencia se vuelve costumbre, casi paisaje. Si en el relato de Stevenson la apariencia amable de Jekyll servía para calmar conciencias mientras Hyde actuaba en la sombra, aquí ocurre algo similar: mientras se pronuncia un discurso de empatía, por debajo opera una lógica que normaliza el dolor ajeno. No es un señalamiento a una persona o un gobierno en particular; es la advertencia de un patrón que llevamos años repitiendo. La literatura enseña que lo que se reprime sin enfrentar termina desbordándose. Stevenson lo escribió con claridad inquietante: “Mi demonio llevaba mucho tiempo encerrado; salió rugiendo”. No hablemos de demonios en abstracto: hablemos de los hechos que se minimizan, de los agravios que se guardan bajo la alfombra para proteger la imagen del poder, de los silencios que cuestan vidas. Lo responsable no es callar para no “dar armas”; lo responsable es actuar para que no haya armas que lamentar. El clima social de los últimos días confirma una tensión que se siente en la calle y en la conversación pública. La muerte de Carlos Manzo nos recuerda algo elemental: antes que cualquier administración o partido, la prioridad debe ser la vida, la justicia y la dignidad de la gente. Una sociedad democrática no solo tiene el derecho —sino el deber cívico— de levantar la voz cuando siente que algo esencial se está perdiendo. La política mexicana, la de hoy y la de antes, no puede seguir escondiendo la violencia y la impunidad tras la máscara de la moral y el buen decir. No se trata de mantener intacto al Jekyll discursivo, sino de enfrentar sin evasivas ese Hyde estructural —impulsivo, amoral y egoísta— que se fortalece cuando nadie quiere reconocerlo. Nombrar el problema no es atacar a un gobierno; es proteger a un país. Muchos, alguna vez, hemos pensado en hacer vida lejos de aquí: en un lugar donde salir a la calle no implique temer por no volver a casa. Pero, en el fondo, el anhelo es otro: no queremos vivir en otro país. Queremos vivir en otro México.
Y eso también es responsabilidad nuestra.