Vínculo copiado
#ESNOTICIA
#ESNOTICIA
Estados Unidos, Venezuela y Rusia acaban de recordarnos que, en geopolítica, nadie juega limpio y nadie juega solo
00:01 viernes 12 diciembre, 2025
Colaboradores
El mundo vuelve a encenderse en un punto donde ya todo parece combustible: Estados Unidos, Venezuela y Rusia acaban de recordarnos que, en geopolítica, nadie juega limpio y nadie juega solo. Cada actor mueve su ficha con el mismo objetivo de siempre: poder, petróleo y narrativa. Los principios llegan después, cuando hay que justificar el movimiento ante las cámaras y ante la historia.
Por un lado, Donald Trump, viejo enemigo de las moralidades, volvió a erigirse como el músculo del planeta. Estados Unidos, con él o sin él, mantiene esa convicción casi religiosa de que el desorden global solo existe porque Washington dejó de mandar lo suficiente. Y cuando un presidente estadounidense se toma en serio la idea de que la grandeza debe exhibirse, basta una declaración para que el mapa tiemble.
A Trump le encanta recordarlo: ninguna crisis mundial empieza realmente hasta que la Casa Blanca decide que ya empezó. El ultimátum a Nicolás Maduro no habla de democracia —eso es envoltura—: habla de petróleo, de influencia y esa insistencia sobre que el liderazgo global no se comparte, se impone.
Maduro, por su parte, juega al resistente mientras negocia como sobreviviente. Él sabe que una guerra formal contra la principal potencia del planeta sería una derrota instantánea. Su verdadero interés es otro: prolongar la tensión lo suficiente para alimentar la narrativa que lo sostuvo todos estos años. Sin “la amenaza imperialista”, sin ese enemigo externo tan útil para justificar carencias, abusos y autoritarismos, su régimen tendría que explicarse a sí mismo y ahí sí se derrumba todo.
Además, el hombre no se sostiene por principios, sino por miedo: sin poder político, lo esperan tribunales, expedientes y quizá la justicia estadounidense que lleva años señalándolo como pieza clave del Cártel de los Soles. En ese tablero, el petróleo es su única moneda. El único enroque “legal” en el ajedrez internacional. Lo intercambia por apoyos, por legitimidad, por protección internacional. Su bravata es retórica; su vulnerabilidad, real; su tragedia, la del pueblo venezolano, que sufre cada postura heroica que Maduro recita ante la cámara.
Y miren cómo son políticos ávidos de poder que aprovechan cualquier discurso del “imperio yanqui” para capitalizarlo políticamente: Maduro baila, ríe, avienta chistes y conmueve a ciudadanos jóvenes, universitarios. Aquellos que hasta hace un par de meses repudiaban su figura y exigían su salida del poder.
Hay un pasaje histórico que lo explica magistralmente Ken Follet en “El invierno del Mundo”: Stalin, aquel genocida ruso, que perdió arrastre y relevancia con el pueblo soviético en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, se reivindica y la política de la antigua URSS, junto con la ciudadanía avasallada por la guerra, le dan un segundo aire cuando les llega la noticia de que los estadounidenses habían lanzado una bomba atómica en Hiroshima, allá por el 6 de agosto de 1945.
Un ejemplo de la importancia de que un líder capitalice los movimientos de sus adversarios y los convierta en raja política que encienda nuevamente la chispa que alguna vez los hizo llegar al poder.
Y hablando de rusos, en este ajedrez entra Putin, que se mueve con la frialdad de quien ya entendió que la guerra moderna no se gana, solo se administra. Su respaldo a Maduro parece ideológico, pero es logístico. Rusia no busca reemplazar a Estados Unidos: busca diluirlo, desgastarlo, obligarlo a atender incendios simultáneos. Un aliado en América Latina es más que una victoria: es un recordatorio simbólico de que el “patio trasero” ya no está tan cercado como antes.
Y sí, Venezuela le sirve como peón: petróleo que fluye hacia Irán, que a su vez alimenta a Hezbolá, que mantiene encendida una región donde Rusia siembra influencia mientras financia, por vía indirecta, su propia guerra larga en Ucrania. No es ideología: es red logística estratégica.
En medio de ese paisaje de cinismos, aparece una voz inesperada: la de María Corina Machado, Nobel de la Paz. Una mujer que estuvo once meses en la clandestinidad por oponerse a un régimen que persigue a quien piensa, no a quien dispara. Su premio no solo reconoce una lucha política: reconoce el valor de alguien que sostiene la resistencia sin ejército, sin partido sólido y sin exilio dorado. En la era donde las potencias hablan de grandeza, ella representa la grandeza moral que no necesita uniforme.
Y aquí, inevitablemente, México entra a cuadro. No por protagonismo, sino por omisión. Ante el reconocimiento a Machado, el gobierno mexicano optó por la vieja fórmula del obradorismo: la no intervención llevada al extremo del silencio. No era necesario coincidir con las ideas de Machado para reconocer el coraje que implica desafiar a una dictadura. Bastaba un gesto, una frase, un reconocimiento mínimo a la valentía de una mujer que arriesgó la vida por la paz.
En tiempos donde la política presume escuchar a las mujeres, resultó revelador que, para evitar incomodar a un aliado incómodo, se eligiera callar. La diplomacia mexicana no tenía por qué aplaudir a Machado, pero sí podía reconocer que enfrentar al poder absoluto con solo la voz es un acto profundamente humano. Ese gesto faltó.
Así la lectura del mapa mundial. Mientras las potencias se disputan territorios, petróleo y dominio militar, la figura de Machado recuerda una verdad que parecía olvidada: el poder también puede ejercerse desde la vulnerabilidad.
Y quizá ese sea el mensaje más valioso de esta crisis internacional: entre amenazas, ultimátums, aliados tácticos y discursos viejos, la única postura verdaderamente luminosa vino de alguien que no manda ejércitos, pero sí inspira libertades. Y cuando el Rey permanece enrocado, el adversario toma el control del tablero, generalmente encabezado por la Dama contraria.