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Cuenta una leyenda judía que una vez un hombre fue condenado a muerte por lapidación
00:02 sábado 16 marzo, 2024
Lecturas en voz altaCuenta una leyenda judía que una vez un hombre fue condenado a muerte por lapidación. Los judíos, en realidad, no ejecutaban a los culpables de otra manera. Ni la horca ni la cruz fueron utilizados por ellos, y si Jesús murió crucificado fue por haber sido puesto bajo el poder Poncio Pilato, es decir, de los romanos… Pero volvamos a nuestra historia. ¿Por qué motivo era lapidado este hombre? «Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harán desaparecer de Israel el mal» (Deuteronomio 22,22). ¿Era eso lo que había sucedido con él, o era más bien que había blasfemado contra el santo nombre del Señor? ¿Había inducido a otros a postrarse ante los ídolos, o violado escandalosamente algún precepto importante de la Ley? La tradición no nos lo dice. Ahora bien, ¿era inocente o culpable? ¿Había incurrido en algún delito grave, o simplemente había sido víctima de alguna conspiración? Tampoco de esto sabemos nada, salvo que mientras los ancianos del pueblo le arrojaban una piedra tras otra, el condenado guardaba silencio. ¿Por qué no se defendía? Tampoco se quejaba, blasfemaba contra Dios o agitaba las manos para desviar el curso de los proyectiles que le herían el rostro, la cabeza, el alma. Apretar los dientes: he aquí lo único que el hombre se limitaba a hacer mientras todos a su alrededor vociferaban lanzando a placer insultos y maldiciones. Justo en el momento en que el hombre creía no poder más, pasó por ahí uno que había sido su amigo; éste se detuvo, recogió del suelo una piedra menuda, el guijarro más pequeño que pudo encontrar a su paso y lo arrojó sobre el hombre para dar a entender que ya no era de los suyos. El guijarro le golpeó el brazo derecho –un golpe inofensivo, por lo demás- y entonces el condenado profirió un grito estridente, un aullido como de animal que estuviese a punto de entrar en agonía. ¿Por qué había escogido este hombre una piedra tan pequeña? En honor a la amistad, tal vez. El amigo no quería herir al amigo, o, en todo caso, herirlo lo menos que pudiera. Pero, ¿por qué entonces ese grito estridente y del todo desproporcionado? ¡El efecto superaba con mucho la inofensiva violencia de la causa! El rey, que observaba la ejecución desde la distancia, se mostró intrigado y mandó al pueblo hacer una pausa en su labor de lanzar piedras, se acercó al condenado y le hizo esta pregunta: -¿Por qué cuando todos te arrojaban sin misericordia grandes y filosas piedras ni siquiera te quejaste, mientras que cuando este hombre te lanzó una pequeñísimo guijarro te pusiste a aullar como un poseído? Contestó éste:
-Mi señor, las piedras grandes y filosas me las arrojaban hombres que no conocía, a los que no aprecio y cuyo odio me tiene, por lo tanto, sin cuidado: tal es la razón por la que su furor no tocaba mi alma, y en cierto sentido ni siquiera la rozaba; pero el guijarro del que hablas me lo lanzó uno que hasta el día de ayer se había dicho mi amigo, uno a quien yo quería, y por eso su piedra, aunque fuera más pequeña, me dolió mucho más que las otras. Recordé en ese momento lo mucho que nos estimábamos, las largas tardes que pasamos juntos, las palabras de entendimiento y afecto que nos decíamos en nuestras largas conversaciones. ¡Y esto, señor, me dolió más que todo! Y ahora que he visto a éste levantar su mano contra mí, uniéndose al grupo de mis acusadores, pido a Dios una cosa, majestad, y sólo una: morirme cuanto antes. Ordenad al pueblo que prosiga su labor. ¡Vivir ya no importa nada para mí! El rey, profundamente conmovido, movió tristemente la cabeza y dio la orden de que se le perdonara la vida, diciendo además: -Si no estuviera prohibido matar a un hombre sin causa grave, haría ahora mismo apedrear al impío que abandonó a su amigo en la desgracia. La leyenda, como dijimos al principio, nada dice de la culpabilidad o de la inocencia del condenado. No es ésa la cuestión que aquí se trata. Lo que a la leyenda parece importarle es otra cosa; otra es la enseñanza que quiere impartirnos, a saber: que, pese a todo, duelen más los pequeños desaires del amigo que la extrema violencia del enemigo. Ésta, en todo caso, puede hacernos imitar las virtudes del estoico, pero contra aquéllos no podemos absolutamente nada: por ser inesperados, nos hieren más que una montaña que de pronto nos cayera encima. ¿Culpable? ¿Inocente? Al amigo no le toca decidir: su labor no es administrar justicia; a él le toca, humildemente, seguir siendo amigo; hacer como las madres cuando ven que su hijo está a punto de ser ejecutado: suplicar al verdugo que lo perdone, taparse los ojos en gesto sincero de desesperación y tomar la mano con ternura al acusado, diciéndole: «Estoy aquí, contigo. Los demás podrás condenarte, pero yo nunca te condenaría. Para los demás mereces morir, pero para mí mereces siempre la vida, sea lo que fuere lo que hayas hecho». Todo esto puede decir una madre, y aún cuando no le fuera posible impedir la muerte de su hijo, tampoco irá con el verdugo para ayudarle en su labor. ¡Pues bien, el amigo tampoco, y por la misma razón que la madre: por el afecto puro y simple! Decía Chamfort (1741-1794), el célebre moralista francés: «La amistad más profunda y exquisita se siente herida a menudo por el pliegue de un pétalo de rosa». Si esto es así –y de hecho lo es-, ¿cómo no va a dolerle la violencia de un guijarro?