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Resulta complejo y desafiante mirar la situación con el ojo crítico
00:10 viernes 28 noviembre, 2025
Colaboradores
Las carreteras en México colapsaron en los albores de la semana. Transportistas y campesinos de todo el país ejecutaron una acción en el marco de una convocatoria lanzada días antes y que tuvo como propósito exigir, entre otras cosas, garantía de seguridad y precios justos para productos del campo. La reacción a nivel nacional no se hizo esperar: en San Luis Potosí, la zona norte quedó prácticamente inhabilitada. El cierre en La Posta, a unos metros del periférico, paralizó rutas de Metrored y estranguló accesos hacia Soledad y Lomas. Lo mismo ocurrió en decenas de entidades: mientras aquí la actividad regresó entrada la noche del lunes 24, en otros estados el bloqueo se prolongó por tres o cuatro días. Resulta complejo y desafiante mirar la situación con el ojo crítico. Días previos a los bloqueos, me sorprendió leer y escuchar opiniones acerca de las formas y el impacto en la economía que esto traería. Sin embargo, la crítica parecía que se olvidaba de un punto clave: empatizar. No porque las formas no puedan discutirse, sino porque sin empatía la crítica deja de ser análisis y se vuelve simple catapulta de enojo urbano. Podemos cuestionar, sí. Pero si lo único que hacemos es lanzar el bandazo sin proponer una vía —ni preguntarnos por qué ocurre—, nos quedamos en la comodidad del comentarista de sobremesa. ¿El diálogo? Parece el camino ideal, pero tras dos sexenios sin ser tomados en cuenta, se antoja como una utopía caprichosa desde una trinchera cómoda, desde donde no se ha conectado el mega bloqueo y sus efectos con la causa de los transportistas y campesinos. ¿Plantones frente a edificios de gobierno de todo el país? No parece ser un escenario con mayor impacto que una portada de primera plana, sin mayores efectos que la reducción de las demandas a poco más que es un grupo de personas que no tienen nada qué hacer. Porque esto no fue capricho. Fue la respuesta inevitable a años de robos, secuestros, extorsión, abandono y carreteras descompuestas: problemas que, injustamente, ni siquiera despiertan empatía ciudadana. Y aun así, son ellos los que mueven el país: comida, ropa, medicinas, automóviles, electrodomésticos. Incluso ese paquete urgente que pidió el político que hoy los abandona. A la macroeconomía, tan solemne y tan fría, hay que ponerle rostro y trayecto. Y eso demanda empatía, no crítica artera. Si usted es de los que pensó que los bloqueos fueron infundados, le sugiero pensarlo la próxima vez que vaya al mercado o tienda de conveniencia a comprar frutas. El transportista más cercano a un servidor viaja desde San Luis Potosí a Oaxaca para recoger piñas. Si la temporada lo permite, en dos días llena su camión, sale y deja unas cuantas en Puebla; de ahí regresa a San Luis Potosí. Descarga en la central de abastos y esas son las piñas que terminan en los supermercados y sobreruedas de la ciudad. Hace ese viaje cada semana o cada quince días: pagando cuotas, sorteando retenes, enfrentando peligros que nadie quiere mirar. Al campesino se le compra barato; el margen real se diluye después. Pero la cadena empieza ahí, con un hombre en una carretera y en quien nunca repara nadie. Por eso el bloqueo no fue un berrinche ni una exageración. Fue el punto culminante de un hartazgo histórico. Con daños económicos, claro. Con tráfico desbordado, también. Pero, honestamente, ¿qué otra forma impacta de manera dura y visible sin ser reducida de inmediato a ruido de fondo? Ojalá este episodio sea un parteaguas para que las políticas públicas por fin se ajusten a la realidad del campo y del transporte. Que la reacción inmediata de ciertos actores políticos no opaque la causa. Y que los comentarios viscerales —esos que solo buscan desacreditar— se disipen frente a las estampas que también vimos: ciudadanos entregando agua y comida a los manifestantes, reconociendo su labor sin discursos ni calculadora en mano. Al final, los alimentos los llevan ellos. Pero este lunes, entre filas interminables de tráileres y tractores, los alimentos hoy los llevamos nosotros. De manera simbólica, claro: algunos solo planearon mejor sus traslados, otros defendieron la causa en redes, otros intentamos comprender desde la distancia. Todo eso también cuenta. Porque en un país donde exigir seguridad se ha vuelto un acto de riesgo, cualquier gesto de empatía —mínimo o enorme— es ya un avance.