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Esto no es una exageración retórica
00:10 sábado 22 noviembre, 2025
Colaboradores
México atraviesa un momento delicado. No por la pluralidad —que siempre ha sido una de nuestras mayores riquezas— sino por la forma en que ciertos sectores, tanto de izquierda como de derecha, han comenzado a convertir sus convicciones en armas. Lo que antes era diálogo, hoy se vive como un duelo ideológico y, lo que antes se defendía como libertad, hoy se exige como obediencia.
Esto no es una exageración retórica. Es el síntoma visible de un descenso al tribalismo, un regreso a los clanes ideológicos, a los bandos irreconciliables, a los absolutos morales que niegan la existencia del otro. Cada vez somos más incapaces de tolerar el disenso. Nos cuesta trabajo escuchar al que interpela, cuestiona o critica. La diferencia se percibe como amenaza. Y en esa lógica, la democracia se derrumba.
El tribalismo no surge de la nada. Se alimenta de dos extremos que han ganado terreno en la conversación pública: por un lado, una izquierda que utiliza el discurso de los “sujetos de derechos” como herramienta para descalificar toda crítica, como si cuestionar una postura política equivaliera a negar humanidad. Por el otro, una derecha que reduce la complejidad del país a enemigos imaginarios, discursos de miedo y fantasías de orden moral. Ambos extremos coinciden en algo: su desprecio por quien no piensa como ellos.
Pero aquí está la trampa más antigua disfrazada de novedad progresista: la idea de que mis valores personales me autorizan a negar derechos a otros. Que hay ciudadanos de primera —los que piensan como yo— y ciudadanos prescindibles —los que se equivocan, los que cuestionan, los que ven distinto. México ya ha transitado por caminos donde se decide quién merece vivir con dignidad y quién no. El resultado siempre ha sido trágico.
En este clima inflamado, las redes sociales funcionan como amplificadores de indignación. No construyen diálogo, sino linchamiento. No permiten matices, sino etiquetas: facho, chairo, neoliberal, comunista, chayotero, vendido, prianista. Cada palabra reduce, cancela, distorsiona. En ese espacio, la ciudadanía deja de pensarse como comunidad y empieza a comportarse como tribu. Una tribu que exige lealtad absoluta, que castiga la duda y que celebra la deshumanización del adversario.
Lo preocupante es que este tribalismo no solo deforma la vida pública: también erosiona la posibilidad misma de futuro. Porque lo que hoy está en disputa no es derecha versus izquierda —ese falso dilema agotado y repetido— sino dos modelos opuestos de país: totalitarismo y pobreza estatista contra libertad y prosperidad responsable. De un lado, un proyecto que pretende controlar desde el pensamiento hasta la forma de entender la justicia; del otro, una visión que apuesta por la autonomía, el mérito, la responsabilidad individual y el respeto irrestricto al derecho ajeno.
Pero ambos proyectos quedan en el aire si la ciudadanía no es capaz de dialogar con dignidad. Si seguimos pensando que quien disiente es enemigo. Si normalizamos la idea de que hay personas sin derechos por el simple hecho de pensar distinto. Ese es el camino más rápido hacia la destrucción del tejido democrático.
Es momento de frenar. De reconocer que en una república, los derechos no dependen de la simpatía ideológica. Que la libertad solo tiene sentido cuando garantiza la existencia del otro. Que la democracia solo funciona cuando las diferencias se vuelven parte del diálogo, no de la guerra. No tenemos que estar de acuerdo en todo; tenemos que estar de acuerdo en algo mucho más básico: que todos merecemos dignidad, incluso —y sobre todo— cuando no coincidimos.
Pensar distinto no te quita derechos. Pensar distinto es lo que los hace necesarios.
* Profesor | Activista por el #DerechoAprender en SLP
X. @FhernandOziel
Facebook. @haprendizaje